Tuesday, August 30, 2011
La Casa de Trotsky
Cristián Gómez
(Siltolá poesía, Sevilla, 2011)
LA MALA ESTRELLA
DE PERUCHO GONZÁLEZ
Yo era un corrector de pruebas, como muchos de los
que abundan en las editoriales de la reacción y no
frecuentaba los cajeros automáticos. De noche
nos perdíamos rumbo a la salida poniente de la
capital, hacia una pobreza carente del glamour
izquierdista del setenta, a diferencia de los
intérpretes de peña y represión hoy en día los
músicos de la corte no son capaces de ponerse de
acuerdo sobre el costo de sus honorarios.
Yo era un corrector de pruebas, yo siempre llegaba
tarde a la casa de un amigo que ya no me saluda
(cuando la fiesta ya había terminado o cuando la
fiesta había comenzado: cuando se hablaba en otro
idioma y los pasos de Perucho González
se habían perdido por los andenes
de la estación central, en otro país, todavía
conmovido por los asesinatos del Seguro Obrero,
cuando los tranvías y los sombreros
y las casas de las familias estaban en el mismo barrio
que una vez devaluados sus bienes raíces (cincuenta
años después nos abrirían sus puertas como
pasto para la clase media y las inmobiliarias
del futuro. Pero no voy a adelantarme.
Yo no era más que un corrector de pruebas.
Que buscaba allá en Ricardo Cummins
lo que no le diera el barrio Independencia.
Demasiada geografía podría echar a perder
las cosas, demasiada geografía y recuerdos
y papelillos y escaleras: de qué, sino de
ese tiempo perdido caminado desde
García Reyes hasta la municipalidad de
Lo Prado, una parada obligatoria en
Lourdes: demasiada plaza del roto
chileno, la Quinta Normal no pasa
más allá de tu memoria, San Pablo
de vuelta hacia territorio conocido.
Monday, August 01, 2011
Amy
Amy Winehouse se hizo la raya en el ojo y la inhaló.
Puso un kilo de carne en la joroba de su cabello;
luego estando borracha lo hizo sólido, hizo polvo ese kilo
en un mortero de roca, cantando, mientras el sol
echaba semillas –los gorriones felices. Hizo polvo esa carne
y lo inhaló. Sacó la lengua para recibir una hostia
pero entró un pequeño disco de vinilo. Todos los amantes
son la chica inglesa, la maravilla, el portón abierto
entre sus dientes. Los amantes pusieron la radio;
giró la luna y no el grifo del agua: el rostro con tizne,
rastro de caracoles o pequeñas estelas de cuarzo
manchando la entrada de la nariz. Porque la estrella
sale arañada de una fiesta, adelgaza, la cara se le chupa
y aparece la calavera, otra gramática. Los amantes
devolvieron un plato. Vomitaron a la cuenta de 3;
los parafílicos dijeron algo bajo la ducha: el disco
de la Winehouse al girar de noche: no, no. Nos hicimos
con la punta del dedo ardiendo –inmolación del fósforo–
una línea negra encima del párpado. Año 60. Año
de hambruna, de swing no entendido –baños públicos
donde el solitario anota un teléfono. Metimos
un ojo por la abertura. Y la boca. Y sonreímos
porque nos faltaba un diente –lo arrancamos
para afilar una cuchilla. Amy Winehouse es punky,
añade un comentario. La cantante, una diva de verdad,
destruye el ideario del cuerpo –o costra– no hace
más que repetir, ¿el cliché es la música? Es arte:
canon o carnicería –el opinólogo suma. El disco
salta bajo la aguja, giramos en órbitas –cristales de crack–
semiorbitamos el tronco –costillas marcadas. Yonkis
nacidos de la amapola, clínicas de desintoxicación,
décadas levitantes. A nadie le sorprende un caballo.
(Ni Blanca Andreu –ni su niña de provincias– sorprende).
Hablamos de Amy. Los amantes, sus índices, la yema
en el límite del cieno, superan el olor de los perros mojados.
Dildo o jeringa, palabra en todas direcciones. La mecánica
de penetrar es la misma. El giro. El giro. La música
pide rehabilitación. Pero Amy dice no y el poema, no.
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cuando la cantante aún vivía.